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HISTORIA y ARTE
Atienza ofrece la esencia de la Edad Media apresada en su figura de
bastión guerrero, de burgo comercial y vigilante. Fue durante siglos un mportante cruce
de caminos, especialmente utilizado para cuantos viajaban desde Aragón a Castilla o de
una a otra meseta castellana, atravesando la sierra central por cómodos pasos, lo que
facilitaba el comercio y transporte de mercaderías, de ejércitos también, y de
mensajeros. Atienza nació en siglos remotos, pues la altura de la peña sobre la que
asienta la hizo siempre lugar perfecto para la defensa. Se han encontrado restos
celtíberos en su enclave y en el adjunto cerro «del Padrastro», que fue una
importantísima acrópolis del pueblo arévaco, y que dio nacimiento a la ciudad de Tithya,
una de las más poderosas y pobladas de la confederación numantina. Los romanos luego
pusieron fortaleza en ella, y los árabes la hicieron suya, bastión defensivo ante la
constante amenaza del norte cristiano. En 1085 quedó definitivamente en manos de
Castilla, tras la ofensiva de Alfonso VI hasta el Tajo en Toledo. Y a partir de ese
momento comenzó su crecimiento, fraguado en el permanente señorío real, en el fuero
concedido a su enorme territorio, en el creciente poderío económico, sede de cientos, de
miles de recueros que formaron un gremio decisorio, alcanzando a tener, protegida por tres
cercos de muralla y el enorme castillo en lo alto de la roca, casi 10.000 habitantes
repartidos en 14 colaciones o parroquias. Una villa así de potente y clave en las
comunicaciones y las estrategias, por lógica estuvo disputada en guerras y alianzas.
Sufrió en el siglo XV la conquista de los navarros, siendo tomada de nuevo para las
banderas castellanas en una cruel batalla, año 1446. Los reyes la hicieron donaciones,
las órdenes religiosas pusieron sus conventos, y la burguesía comercial tuvo su asiento
en grandes palacios y caserones hasta que el siglo XIX, con la creación de las vías de
ferrocarril, que pasaron lejos de Atienza, hicieron palidecer su estrella, y la luz alta
que siempre la coronó se velara un tanto y aún se apagara del todo si no fuera por el
interés que hoy despierta esta villa de cara a un turismo que desea contemplar, vivir
unas horas, la fuerza auténtica del Medievo en sus calles, plazas y edificios.
El castillo de Atienza lo domina todo, con su silueta altiva, con su belleza y
fuerza. En lo alto de una roca caliza alargada de sur a norte, lo único que queda es la
gran torre del homenaje, de planta cuadrada, y dos pisos que rematan en una terraza desde
la que se divisan amplios panoramas. También en la altura, a la que se accede por un
portón posterior, se encuentra el viajero los grandes aljibes que permitieron aguantar
asedios prolongados. Pero Atienza tuvo unas inmensas murallas, en tres grandes
círculos concéntricos, expresivas de los progresivos aumentos de su población. Uno es
muy reducido, en la altura de la peña, y marca el trazado de su albácar o patio de
armas. Otro circuyó a la primitiva población, y tiene aun largos trechos de muro en pie,
y algunas puertas, como la del llamado «arco de Arrebatacapas» que cobija la cuesta que
comunica la plaza de abajo (plaza de España) con la de arriba (plaza del Trigo), corazón
inicial del burgo medieval. Otro nivel más amplio llegó a circuir el gran poblamiento
del siglo XV, incluyendo el arrabal de Puerta Caballos, la judería, y otros barrios más
modernos.
En el interior del pueblo, en el que quizás lo que más llama la atención es el
urbanismo plenamente medieval, los trazados de sus calles en cuestas, las plazas y los
caserones con escudos, el viajero llegará a la plaza de España, o de abajo, de
planta triangular, con el edificio del Ayuntamiento presidiéndola, y algunos palacios y
soportales, más una fuente barroca con delfines. Por la cuesta y Arco de Arrebatacapas,
escoltada de los conocidos comercios de antigüedades, se llega a la Plaza del Trigo,
una de las más hermosas de Castilla, en la que preside la masa gris de la actual
parroquia, la iglesia de san Juan, y otros edificios antiguos, como la casa de los
clérigos, algunos palacios, y casa soportaladas. La iglesia de San Juan ofrece una
estupenda arquitectura renacentista y un gran retablo mayor debido al pincel de Alonso del
Arco. Se admira además una preciosa talla de Cristo arrodillado sobre la bola del mundo,
del escultor Salvador Carmona.
Por la calle de Cervantes, la mayor del pueblo, también adornada de edificios vetustos y
blasonados, se llega a la iglesia de la Santísima Trinidad, que ofrece su
arquitectura primitiva románica en un magnífico ábside semicircular, y en el interior,
ya renacentista, múltiples capillas (destaca la rococó de la Inmaculada) y en ellas
piezas valiosas como el Cristo de los Cuatro Clavos, románico. Otras iglesias románicas
de Atienza son: San Gil, con ábside al exterior, y en el interior, de soberbia
arquitectura románica, instalado el Museo de Arte Sacro, una verdadera sorpresa
inolvidable, con múltiples piezas de arte, tanto pintura como escultura y orfebrería,
reuniendo gran parte del patrimonio artístico mueble de esta villa. Además se visita la
iglesia también románica de San Bartolomé, en las afueras del caserío, en su
parte baja, una pieza arquitectónica del siglo XIII que muestra, aislada en una pradera,
su nítida belleza medieval, con galería porticada al sur, portada de arquivoltas
semicirculares, y el interior, muy bien restaurado, ofrece un nuevo Museo, este denominado
Paleontológico, porque su principal fondo está constituido por la donación de fósiles
hecha a Atienza por Rafael Criado Puigdollers, y que se constituye en una de las mejores
colecciones en su género de toda España, pero que además muestra numerosas piezas de
pintura y escultura de la villa. Otra iglesia más, también románica, debe visitar el
viajero. Es la de Santa María del Val, que sirvió de parroquia en la Edad Media a
uno de los barrios más periféricos, y que hoy, aislada pero bien restaurada muestra su
portada con curiosas figuras de «saltimbanquis» que enrollados sobre la espalda ponen
sus pies sobre sus cabezas, en una versión iconográfica muy singular del románico.
Además de lo reseñado, pueden admirarse edificios como la Posada del Cordón, con
su gran portalada adornada de grueso cordón franciscano y curioso ventanal gótico; el palacio
de los Herrera, con escudos y fachada elegante; las fuentes del Tío Victoriano,
en la cuesta que baja a San Gil, y la del Santo, ya en la parte baja del burgo,
junto a la carretera. Ambas muestran el escudo tradicional de armas de la villa. También
en la cuesta meridional surgen las ruinas del monasterio de san Francisco, del que
solo ha quedado el ábside, con estructura de estilo gótico inglés.
En Atienza merece verse la Fiesta de la Caballada, que se celebra cada año el
domingo de Pentecostés, y que rememora la liberación arriesgada que hicieron los
recueros atencinos del rey Alfonso VIII, aún niño, de las amenazas de su tío el rey de
León. Consiste la fiesta en el desfile de todos los cofrades montados a caballo y
ataviados con el traje y capa castellanos. Misa en la ermita de la Estrella, almoneda de
productos, comida campestre de los romeros en torno a ella (los cofrades lo hacen en una
sala de la hospedería aneja), baile de jotas castellanas ante la Virgen, y ya por la
tarde competiciones de carreras sobre caballos entre los cofrades.
En Atienza, como en general en toda la sierra de Guadalajara, el plato fuerte de su
gastronomía lo constituye el cordero y el cabrito asado, que en los restaurantes de
Atienza se ofrece con probada calidad.
Para llegar hasta Atienza, desde Madrid y Guadalajara, el viajero habrá debido subir por
la carretera CM-101, que partiendo de la autovía de Aragón a la altura de Taracena, pasa
por Tórtola, por Torre del Burgo, donde anejo se encuentra el Monasterio
benedictino de Sopetrán, con pequeña hospedería al borde de la carretera, y
visita de las ruinas solemnes de su claustro y restos de iglesia; se pasa luego por Hita,
la villa del Arcipreste don Juan Ruiz, que conserva íntegro su ambiente medieval entre
morisco y mendocino. Los recuerdos de la Edad Media afloran nada más subir la cuesta que
lleva a su plaza mayor, trasponer la gran puerta de la muralla, y entrar en el ámbito que
es al mismo tiempo escenario de grandes representaciones teatrales y evocadoras del
«Libro de Buen Amor» cada año. Las ruinas de San Pedro, su iglesia mudéjar por
excelencia, y la subida hasta San Juan, donde decenas de lápidas sepulcrales con leyendas
y escudos de sus hidalgos remotos nos asombra, bajo la sombra del castillo donde Samuel
Levy, el tesorero del Rey, guardaba sus tesoros, son elementos que el viajero llevará
grabados en su retina, y seguramente en su corazón, tras dejar este enclave que es la
pura esencia de la Alcarria y el Medievo.
Llegados a Jadraque, antes admiraremos el altivo castillo que vigila el valle del
río Henares, y que fue mandado construir tal como ahora se ve por el Cardenal Mendoza en
el siglo XV, aunque existió desde mucho antes, y fue conquistado por el Cid Campeador.
Desde su altura, a la que se llega sin problemas incluso con coche, el viajero quedará
entusiasmado por la singularidad de la estructura, amplia y abierta, de esta fortaleza, y
sobre todo por las vistas que sobre el valle del Henares, cofre de luz en cualquier
época, y de las sierras centrales que se ofrecen como al alcance de la mano. En Jadraque
se debe visitar también la plaza mayor típica, la iglesia parroquial dedicada a San
Juan, con fachada manierista del siglo XVII y un gran altar barroco en su interior, más
el cuadro de Zurbarán que representa a Cristo entregando sus vestiduras, o la talla de
Mena del Crucificado. El caserón de los Perlado-Verdugo, del siglo XVIII, con enorme
escudo en su fachada, ofrece en su interior la interesante «saleta de Jovellanos», lugar
donde residió varios meses el estadista asturiano, y donde fue visitado por Francisco de
Goya. Las pinturas, sencillas, de sus paredes, evocan la vida del político ilustrado,
siendo tradición que fueron pintadas por él mismo.
Tras pasar junto a Castilblanco, y obligadamente visitar por el valle del
Cañamares los pueblos de Medranda y Pinilla de Jadraque, con su
extraordinaria iglesia de estilo románico, gran espadaña de cuatro vanos y galería
soportalada con capiteles de curiosas representaciones antropomorfas, se llega a Atienza.
Otra ruta que desde Atienza debe hacerse es la del Románico de la Sierra Pela.
Siguiendo la carretera que lleva a Ayllón y Aranda, se visita en primer lugar la aldea de
Albendiego, en cuyas proximidades, al final de un paseo arbolado, se encuentra el
templo de Santa Colomba, la más exquisita expresión del románico rural en Guadalajara.
Consiste el edificio en un cuerpo de recia sillería de tonos rojizos, con planta de nave
única a la que se accede por portalón meridional que fue reconstruido en la época
gótica. A los pies, alta espadaña de remate triangular, con tres vanos, y en la
cabecera, al exterior, precioso ábside semicircular escoltado por dos cuerpos de capilla
de planta cuadrada. En el exterior del ábside lucen, además de haces de columnillas,
tres altos ventanales cuyos vanos se ocupan por celosías de piedras en las que se
inscribe repetidas veces la cruz de San Juan. En los ábsides adjuntos, con ventanales de
arcos ajimezados, se ven talladas las exalfas o estrellas de Salomón. En el interior, de
increíble belleza por la umbría que crean sus cerrados muros y la luz que tamizada
penetra desde las únicas ventanas caladas del ábside, se admirarán las dos pequeñas
capillas laterales de la cabecera, que se adornan de capiteles perfectos con decoración
animal y vegetal.
Más adelante, y pasado el pueblo de Somolinos con su gran laguna formada por la
morrena de un antiguo glacial, del que quedan huellas en los roquedales que acompañan a
la carretera que asciende al páramo, se llega a Campisábalos, a más de 1.400
metros de altitud, donde debe visitarse la gran iglesia parroquial, también espléndida
pieza del arte románico rural. En ella sorprende el ábside, semicircular, cuajado de
capiteles y canecillos con curiosas escenas de caza; el atrio que cobija la portada
principal, de solemnes arcos semicirculares. El interior del templo, de una sola nave,
impresiona por la belleza de su conjunto, y especialmente de su ábside de cuya bóveda
cuelga exenta una talla de Cristo crucificado. Adherida al templo parroquial, en su muro
sur, se ve la capilla del caballero san Galindo, que viene a ser como otra pequeña
iglesia románica fundida con la parroquial. Ofrece esta capilla una portada de arcos
semicirculares, arquivoltas decoradas con elementos geométricos, capiteles y canecillos,
viendo sobre su muro externo un completo «mensario» con ruda representación de los
meses del año en faenas agrícolas. El interior de la capilla, pequeña y hermosa, nos
sorprende con su bóveda encañonada, su arco triunfal sostenido por capiteles en que
aparecen grifos, arpías y centauros, y una pequeña ventana de calada piedra que es la
única iluminación de la cabecera del templo.
Desde allí se sigue a Villacadima, solitario lugar donde surge otra iglesia
románica, con portada del estilo en la que destacan sus arquivoltas de inhabituales
decoraciones geométricas, capiteles de lo mismo, y canecillos con variada decoración.
Hoy restaurada y rescatada de una segura ruina, puede admirarse su interior, de grandes
arcos que llegan al suelo, a través del abierto portón protegido por reja.
Desde Villacadima se baja hacia el alto Sorbe, y entre roquedales, pinares y praderas
siempre verdes, se alcanzan lugares de interés viajero como Cantalojas y Galve
de Sorbe. En Cantalojas, la ruta se dirige hacia el interior de la sierra, siguiendo
la pista que nos lleva al Hayedo de Tejera Negra, declarado Parque Natural, y que
merece ser recorrido a pie para admirar no solamente los ejemplares, escasos, de hayas,
robles y avellanos que conserva, sino especialmente por admirar sus espléndidos paisajes
serranos, puros y limpios en sus horizontes, grandiosos en sus altos picos nevados, de los
que surge como atalaya perenne el llamado de la Buitrera.
Siguiendo el curso del Sorbe se llega a Galve, finalmente, donde se admira en la altura de
su cerro vigilante el castillo de los Estúñiga, un impresionante edificio medieval en el
que sobre sus altos muros desafiantes se alza la mole de la torre del homenaje, cuajada de
escudos, de torreones y matacanes. En el entorno de Galve, y de sus cercanos Condemios (de
arriba y de abajo) los pinares inacabables, limpios y bien cuidados dan pie para hacer por
ellos excusiones y admirar una flora y una fauna de verdadero interés. |