Huertapelayo, tan cerca

Huertapelayo, en la provincia de Guadalajara, en el entorno del Alto Tajo, dispone de buen acceso asfaltado, cosa que no consiguió tener hasta los años finales del siglo XX. Anteriormente, era toda una aventura llegar allí.

Este lugar del Alto Tajo merece la pena visitarse por sus paisajes especialmente. Para llegar, hay que travesar un sitio en el que obligadamente ha de pararse: es “el Portillo”. Las rocas caen de tal manera en vertical sobre el arroyo que acompaña al camino, que antiguamente hubo que tallar unos escalones y pasadizos en la roca, pero ya más modernamente, mediado el siglo XX, lo que se hizo fue horadar la montaña, abriendo un túnel en ella por el que hoy pasa la carretera. Esta obra de ingeniería, no se hizo con presupuestos del ministerio, ni sacando partidas del presupuesto…. Se hizo en hacendera, con el aporte personal, y dinerario, de todos los vecinos.

Llegados al pueblo, se observa su dimensión humana y pequeñísima: una plaza en el centro, donde se alza la iglesia cuyo muro sur, pintado de verde, sirve para frontón. Unas callejuelas que trepan hacia las casas del entorno, y el camino que sigue, cuesta abajo, hacia el Tajo, dejando a un lado los dos molinos (el de la luz, y el harinero) ya en ruinas. Al final, entre peñascos bravíos, el río tumultuoso. Sobre él, la gloria del puente de la Tagüenza, uno de los extraordinarios puentes de la cuenca del Tajo. Y sobre el entorno, los cerros altos, la piedra de la Ila, la piedra de la Cadena…

El patrimonio pelayo

Quizás el mejor patrimonio de Huertapelayo son sus gentes. Les llamaban –y aún llaman- los pelayos. En el entorno serrano se sabía que ser pelayo era sinónimo de bravura, de buen razonamiento, de perspectivas anchas. Ser pelayo o pelaya era (y lo sigue siendo) un pasaporte de honradez y buenas maneras. En los años veinte del pasado siglo emigraron muchos porque sabían que en aquellas espesuras no había porvenir alguno. La mayoría se dedicaron a ir por el mundo vendiendo resinas, miera, aguarrás, pez, maderas y destilados. Tras la primera guerra mundial, la mayoría se fue a los Estados Unidos, para servir de ganaderos, de guardabosques, de tenderos…. Se cuenta que en los años veinte, llegaron a reunirse a pasar la Nochebuena juntos 68 pelayos y pelayas, presididos por el alcalde, que especialmente viajó a América para esa ocasión. Fue tan nombrada la reunión, allá en Nueva York, que alguien recogió el dato y aquí después los maestros Antonio Alvarez Alonso y Penella compusieron un pasodoble que haría popular Conchita Piquer, y que hoy cuando lo oímos aún se nos hace un nudo en la garganta.

Ahora si se viaja a Huertapelayo, el patrimonio va a consistir en su sencillo templo, y, en su interior, el retablo mayor, que es un prodigio de escultura barroca, presidido por San Antonio, y con Santa María Magdalena en segundo plano. El retablo, de hacia 1747, se construyó en talleres retablistas de Cuenca, y en ocasión de la revolución iconoclasta de 1936 fue dado al fuego, junto a todo el contenido del templo, aunque este no llegó a arder, y a pesar de haber sobrevivido muchos años ahumado, al final en el pasado siglo una familia benefactora se encargó de pagar su restauración completa.

Otro de los filones por los que Huertapelayo respira, desde hace siglos, es el de las leyendas que los abuelos cuentan a los nietos. Marta Embid las oyó, de pequeña, de labios de sus mayores. Las guardó en la memoria, y ahora las pone en este libro, que lleva por título este tan expresivo: “Historias y Leyendas de Huertapelayo. En él nos desgrana con idioma coloquial y cercano, resumidos, los cuentos y leyendas que escuchó antiguamente.

Por ejemplo, el más conocido de todos, el de la Sirena del Pozo de la Vega. Muy resumida, viene a decirnos que un tal don Pelayo se refugió en este lugar que era antes Huerta, y allí vivió en paz con su hermosa hija. Derrotado en antiguas batallas, aún guardó tesoros y alhajas. La hija, el mayor de ellos, se enamoró del mandamás de otros condado cercano, y suspiraba por él, viéndole y soñándole en todas partes. Un día de San Juan se fue hasta el arroyo de la Vega, y en el pozo que allí había, -y aún hay- vio el rostro de su amado, que intentó salir y tocar su pelo, consiguiendo únicamente que ella cayera al fondo del pozo, y allí encantara quedara por los siglos. Dicen que la mañana de San Juan, la bella princesita sale del pozo, y en forma de sirena (mitad mujer, mitad pez) se sienta a peinar sus cabellos (que casualmente son de oro) en espera de que alguien llegue, se los acaricie de nuevo, y se rompa el encanto. Aunque muchos lo han intentado, al parecer nadie lo ha conseguido aún.

Es otra de esas leyendas la que llaman “El Duende del Tío Nabo” y que con muchas idas y venidas por el campo, de la casa al pedazo, del monte a la cueva, un pelayo al que llamaban “Tío Nabo” se encontraba a diario con un molesto duende que le estorbaba. Al final, se llegó a la conclusión que se trataba de un “alma en pena”, la de su padre a quien no había querido dedicar unas misas cuando murió, y que sin que los demás pudieran verle a él le molestaba mucho.

Finalmente, de entre otras muchas, recuerda Marta Embid la leyenda del Tío Lobero, una secuencia de licántropo que en noches de luna se transformaba en lobo y atacaba a los vecinos. Una vez atacó a su propia mujer, y al regresar del monte, convertido en humano nuevamente, se dio cuenta que entre los dientes llevaba hilos del traje de su esposa… escalofríos da, pensar estas cosas, pero como esta hay muchas otras leyendas en Huertapelayo que nos cuentan los sucedidos sencillos y populares con que sus habitantes amenizaban las largas horas de oscuridad junto al fuego de las chimeneas y los candiles

Un gran libro sobre Huertapelayo

Existe un libro encantador, con muchas ilustraciones a color, y detalles de todo lo que en Huertapelayo ha ocurrido a lo largo de los siglos. Historias y evocaciones, dichos, refranes, fiestas y remedios caseros. El título es “Historias y Leyendas de Huertapelayo”, su autora Marta Embid Ruiz, está editado por Aache en su Colección “Tierra de Guadalajara” como nº 91, con 136 páginas, y numerosas ilustraciones. Un elemento clave para mejor conocer, todavía, nuestra tierra.