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 A Monsalud se llega por la carretera
N-320 de Guadalajara a Cuenca, pasado Sacedón, y poco antes de alcanzar Alcocer, se
desvía a la izquierda en dirección a Córcoles, y a las afueras de este pueblecillo se
ven ya las ruinas imponentes de Monsalud. Los domingos y festivos, un guardia acompaña en
la visita a las ruinas.
Imágenes de
Monsalud | Texto de Monsalud | Monasterios de
Guadalajara
Un libro sobre Monsalud
El Monasterio
de Monsalud
(del libro Monasterios Medievales
de Guadalajara, AACHE
Ediciones)
Monsalud en Córcoles fue uno de los más
importantes monasterios cistercienses de toda Castilla. Su origen, casi perdido en las
remotas nebulosidades del Medievo, le sitúa en el siglo XII, aunque se hace difícil
concretar el momento exacto de su fundación. Aunque hoy vemos su solemne esqueleto, sus
ruinas bellas y románticas, asentando junto al arroyo que desde las alturas alcarreñas
de Casasana bajan hasta el valle del Guadiela, parece que su primitiva fundación tuvo
lugar algo más al norte, concretamente en la orilla derecha del río Tajo, en el término
de Auñón, en la heredad de Villafranca donde hoy se levanta la ermita de Nuestra Señora
del Madroñal, más o menos. Eso fue en 1138, y se debió dicha fundación al propio rey
de Castilla, Alfonso VII, quien con sus reales manos, según nos dice el
historiador del cenobio -el padre Cartes-, puso la primera piedra del mismo.
Pero enseguida, en 1140, la fundación se trasladará al término de Córcoles, donde hoy
la vemos. Cedió terrenos para ello don Juan de Treves, un poderoso canónigo de la
catedral toledana, afecto al rey, y que tenía ya por entonces el título de arcediano de
Huete. Desde ese momento, y con un grupo de frailes cistercienses venidos de la abadía de
Scala Dei, fue levantándose Monsalud, que venía a ocupar, de todos modos, el lugar en el
que asentaba una ermita muy venerada, dicen que en honor de la Virgen, pero que sin duda
arrastraba anteriores cultos sanatorios de remoto origen pagano. En 1167, el referido
arcediano Juan de Treves amplió su donación, entregando a la comunidad cisterciense de
Monsalud la posesión total y el señorío completo de la aldea de Córcoles. Enseguida,
el propio rey Alfonso VIII confirmaría esa donación, y él mismo, en 1169, señalaría
los límites de su dominio abacial, que iba desde la orilla derecha del cercano río
Guadiela, hasta los términos de Pareja, Sacedón y Alcocer. Dice la tradición que el
monarca castellano, tras haber reconquistado en 1177 la ciudad de Cuenca a los moros,
acudió a Monsalud, implorando a la Virgen remedio pues venía fatigado de graves
tristezas y dolencias de corazón: solo con ser ungido con el aceite de sus lámparas
desaparecieron esos problemas, y así se convirtió este milagro sobre el rey, en
el primero de los que a lo largo de los siglos se sucedieron en este lugar.
La Orden de Calatrava, que siempre anduvo estrechamente relacionada con el Císter, al
menos en sus primeros tiempos medievales, tuvo ciertos derechos sobre Monsalud desde 1174,
por donación de Alfonso VIII. Concretamente, dos de sus maestres (Nuño Pérez de
Quiñones y Sancho de Fontova) estuvieron enterrados en su claustro, y aun se ven en él
la lápida que los recuerdan. Además, en varios lugares de las actuales ruinas se ve
pintada la roja cruz floreteada de la Orden calatrava.
Además del fundador y del conquistador de Cuenca, muchos otros reyes hicieron donaciones
a Monsalud. En una Bula de Inocencio IV, fechada en 1250, se mencionan las propiedades del
monasterio, que estaban todas en la región alcarreña, y que eran, entre otras, las
siguientes: la heredad de Villaverde, en Castejón; las de Ulmera y Buenafuente; en
Alocén poseían una finca, luego conocida como Alocenejo; en Auñón continuaban
poseyendo el territorio de Villafranca, junto al Tajo. Don Enrique III les donó 20
cahíces de sal de sus salinas de Atienza. Y sucesivos monarcas fueron confirmando las
mercedes y donaciones de sus antecesores.
Según la regla del patriarca San Benito, el cargo de abad en los monasterios medievales
era perpetuo: desde la fecha de su elección, a la de su muerte. Los cistercienses
conservaron esta costumbre hasta que en 1425, fray Martín de Vargas reformó el Císter
en Castilla, y adoptó el sistema trienal de abadías. En Monsalud no se llegó a adoptar,
por las causas que luego veremos, hasta el segundo cuarto del siglo XVI.
El primer abad de Monsalud fue Fortún Donato, que según la leyenda era discípulo de San
Bernardo, quien primero le mandó a Scala Dei, y luego a Monsalud. Le sucedió don
Raymundo, que junto a él y al siguiente abad, don Bueno Emeylino, constituyeron el trío
fundador de este cenobio. Seguramente eran los tres de nacionalidad francesa. Hacia la
mitad del siglo XIV, era abad don Arnaldo de Pomares, y otros muchos que siguieron en el
alto puesto nos muestran, con sus nombres, la gran cantidad de monjes franceses y
extranjeros que en aquellos siglos vinieron a infundir una llama de recia espiritualidad y
conservada cultura a la excesivamente guerrera sociedad de Castilla: Nicolás, Pedro,
Willielmo, Gaufrido, Eusebio, Hugón Peregrino, Othon, Federico... el siglo XV viene, en
cambio, de la mano de un español, don Martín de Medina, que inaugura ya la lista de
abades peninsulares. A don Esteban de Almoguera, que en 1475 ocupaba el cargo, le sucedió
don Gabriel Condulmario, arcediano de Alarcón, que exhibió con gran alarde su neta
condición de "enchufado", pues por Monsalud no apareció para otra cosa que
cobrar anualmente su pensión de 300 escudos. Desde entonces cayó el cargo abacial de tan
antigua y linajuda casa en manos de despreocupados monjes que sólo atendieron a su
riqueza personal, llevando al monasterio a un estado deplorable de abandono e indolencia:
el Papa Alejandro VI dio, en 1500, la abadía de Monsalud a fray Luis Castellón; y se la
dio en categoría de encomienda. El monasterio pagaba (desde la época de Condulmario)
cierta cantidad al Papado, que a su vez tenía derecho a nombrar abad entre los que más
intrigaban para ello. En 1503 ostentó el cargo fray Bernardo de Alcocer, bachiller en
Teología y monje de la casa, que dio a su villa natal los términos de Valjuncoso,
Montelaosa y Montellano, propiedad del monasterio, por un censo de 150 maravedises al
año. Fue el último de los abades perpetuos, y murió en 1527.
Fue entonces cuando vio Monsalud su hora de la Reforma que desde tiempo atrás ya habían
adoptado muchos otros monasterios de la Orden, y que no hacía sino amoldarse a las normas
enérgicas de fray Francisco Ximénez de Cisneros. El 5 de enero de 1538 llegaron a las
puertas del cenobio alcarreño fray Ignacio de Collantes, abad de Huerta, y fray
Cristóbal Orozco, abad de Ovila, con el corregidor de Cuenca, para que se entregara el
monasterio a la Observancia de Castilla. Los claustrales cistercienses que lo habitaban
opusieron tenaz resistencia al cambio, que habría de acabar con sus prerrogativas de vida
disipada y libre, pero el corregidor se valió de la fuerza, poniendo Monsalud en
posesión de los abades antedichos, en nombre de la suprema autoridad de fray Ambrosio de
Guevara, a la sazón General Reformador del Císter en España. Este puso el monasterio en
la administración de Cristóbal de Cueto, vecino de Córcoles. Catorce meses después
pasó a administrarlo Juan de Salvatierra, y luego de 10 meses, fue nombrado
abad-presidente fray Rafael Guerra, a quien sucedió, en 1540, fray Bernardo Barrantes.
Entre los dos tuvieron que hacer el Coro alto, comprar el órgano, ornamentos y otros
objetos de culto divino, pues nada se halló, aún de lo más forçoso, a causa del
sumo descuido de los Claustrales.
Fray Bernardo Barrantes alcanzó en 1546 el abadiato de Santa María de Huerta, uno de los
más importantes de la orden bernarda. En Monsalud fue sustituído por un hermano suyo
(gallego, como él) y los dos labraron la restauración del convento, pues en siete
años que le gobernaron, le dejaron libre de pensiones y aumentado de rentas; y en lo
espiritual, adornado de ricos ternos, frontales, capas de Coro, casullas, reliquias,
jubileos e indulgencias, restituyendo en algo aquella primera magnitud que le dieron sus
gloriosos fundadores. En 1549, y por Bula de Julio III, se unió Monsalud a la
Congregación de Castilla, perteneciendo a esa época y coyuntura el escudo labrado en
piedra que todavía hoy corona la puerta occidental de acceso al cenobio. El primero de
los abades trienales que, por esta unión, correspondía elegir, fue fray Alonso de
Granada, quien tomó posesión en 1550. Una larga lista de abades nos ha sido legada, y
entre ellos los nombres de aquellos restauradores meritísimos del caído esplendor de
Monsalud.
A esta segunda mitad del siglo XVI se deben, pues, la mayor parte de las obras que
hicieron casa grande y meta de peregrinaciones al cenobio alcarreño. Dos de estos abades,
fray Bernabé de Benavides y fray Ambrosio López, llegaron a Generales de la Orden
Bernarda, en 1596 y 1599 respectivamente. Esto da una idea de la importancia que alcanzó
Monsalud en aquella epoca.
Después, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, toda la vida del cenobio continuó
girando en torno a la ferviente devoción de la región y aún de muchas gentes de tierras
lejanas por Nuestra Señora de Monsalud, imagen muy milagrosa y abogada, entre otras
cosas, contra la rabia, afliciones y melancolías de corazón, endemoniados y mal de ojo.
Lentamente fue perdiendo frailes, bienes e importancia. Y en 1835 fue, junto con muchas
otras instituciones religiosas alcarreñas, incluído en las leyes desamortizadoras de
Mendizábal, y clausurado.
Desde entonces, la ruina se ha ido instalando entre sus muros, aunque en los últimos
años, con la actuación sobre el edificio de un Taller de Restauración promovido por la
Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, se ha conseguido detener su deterioro, e
incluso arreglar algunos de sus más importantes elementos, por lo que la visita
turística puede hacerse hoy con toda comodidad y sin peligro.
El edificio
El conjunto monasterial de Monsalud es, sin duda, y a pesar
de su estado ruinoso, el más completo y espectacular de los monasterios medievales de la
tierra alcarreña. Pueden admirarse hoy en día, aunque sean fragmentadas ó hundidas,
todas las estructuras arquitectónicas que le componían, y que le hacen paradigmático de
un modo de vida monacal ya hundido en el recuerdo.
El conjunto se encuentra rodeado de una amplia cerca de piedra en forma de sillarejo, con
algunos garitones esquineros. Circuía el recinto monasterial y su huerta. La primera de
las edificaciones que nos encontramos al llegar es la portería, monumental capilla
construída en el siglo XVII en la que destaca el gran vano de su entrada, bajo arco
semicircular escoltado por dos pares de columnas adosadas, en cuyos intercolumnios existen
vacías hornacinas. Un frontis lo remata, en el que aparecen talladas en la piedra caliza
las figuras de San Benito y San Bernardo, escoltando otra hornacina vacía, y teniendo por
superior adorno un frontón triangular en el que aparece el Padre Eterno en su clásica
representación de viejo barbado que sostiene en una mano el globo terráqueo y con la
otra bendice.
A continuación podemos visitar la iglesia. Se sitúa al sur del claustro, lo cual es
justamente lo contrario de lo habitual en los monasterios medievales. Es curioso constatar
cómo la planta de este cenobio alcarreño parece un reflejo especular de las habituales
plantas monasteriales. Quizás se construyó así para aprovechar la forma del terreno. El
caso es que la iglesia, majestuosa todavía a pesar de su fragmentaria conservación,
ofrece el aspecto contundente de la arquitectura románica de transición, modulada por
las ideas estéticas del Císter. Su construcción es de finales del siglo XII ó
comienzos del XIII, aunque la inicial estructura románica, que se retrata en las
cubiertas abovedadas de los ábsides, se levantó luego en las naves y en el ábside
central, quedando en unas proporciones esbeltas y airosas. Tiene el templo tres naves,
más alta la central, con dos tramos cada una, y una amplio crucero, rematando en cabecera
con tres ábsides, estructura clásica de los templos monasteriales masculinos, en los que
debían aprovechar al menos tres monjes a decir la misa al mismo tiempo.
Muros de fuerte sillería, pilastras sobre las que apoyan las bóvedas de crucería,
crucero cubierto de lo mismo, y ábsides que ofrecen parte anterior de planta cuadrada, y
posterior de limpio trazado semicircular, con ventanales estrechos y alargados. Al
exterior se comprueba que los ábsides están en dos niveles, más alto el central,
apoyados sus tejados en cornisa formada por múltiples modillones de roleos.
La portada de acceso al templo se coloca en su muro de poniente. Es de arco rebajado, con
decoración de bolas, propia de finales del XV o incluso posterior. Desde la huerta se
accedía al templo por otra puerta abierta en el muro sur del crucero. Esta es una bella
portada de pleno sabor románico, con profunda bocina en la que caben varios arcos
semicirculares adornados de baquetones simples y apoyados en capiteles de decoración
vegetal.
En el límite entre nervaturas de las bóvedas y columnas adosadas a los pilares y muros
del templo, aparece una amplia colección de capiteles románicos, en los que toda la
decoración se hace a base de elementos vegetales y geométricos, muy bellos, muy de sabor
cisterciense.
Desde el brazo norte del crucero se sale de la iglesia hacia un pasedizo que lleva, en
dirección este, a la sacristía, y en dirección oeste, al claustro. Este claustro
conserva todavía tres de sus pandas cubiertas, concretamente las del norte, oeste y sur.
Aunque fue construído en la segunda mitad del siglo XVI, ofrece una estructura de pleno
sabor gótico. Fuertes machones sujetan al exterior las bóvedas de complicadas formas
estrelladas.
Sobre el costado oriental de este claustro se abre la gran Sala Capitular, uno de los
espacios más bellos y evocadores de Monsalud. Se abre a lo que sería corredor claustral
(hoy al patio directamente) a través de un alto arco apuntado, y se escolta de dos
ventanales del mismo estilo, en cuyos basamentos se ven los huecos de los enterramientos
de dos maestres calatravos. El interior es un espacio de dos naves divididas en tres
tramos, por medio de dos columnas centrales a partir de las cuales, y desde sus grandes
capiteles de tema vegetal, se alzan las bóvedas de complicada crucería. Aunque
reproduciendo la estructura original del siglo XII-XIII, en mi opinión esta estancia
capitular es obra del siglo XVI, reconstruida al mismo tiempo que el claustro.
Hacia el norte se prolonga el monasterio con estancias diversas: el refectorio, la celda
abacial, y en un segundo piso, sobre la sala capitular, el dormitorio de novicios, desde
el que se abría una puerta que viene a dar en un coro sobre el brazo norte del crucero.
Aún debe contemplarse la portada principal del cenobio, en estilo renacentista, muy
deteriorada, rematada con el escudo heráldico de la Congregación Ciscerciense de
Castilla. A través de esa puerta, y cruzando un zaguán de bella bóveda estrellada, se
pasaba a las laterales dependencias de la Hospedería, o de frente se entraba al claustro.
También se conserva, y es curiosa de visitar, la gran bodega monasterial, abierta en el
patio al norte del conjunto, bajando por una rampa a un espacio central del que, en forma
radiada, surgen las diversas galerías con los huecos reservados a las grandes tinajas.
Consejos para la visita
En las cercanías del pueblo de Córcoles, tomando la
desviación para este lugar que existe bien indicada en la carretera N-320 de Guadalajara
a Cuenca, a la altura de su kilómetro 68. Es de propiedad del Estado, que ha realizado
obras de consolidación durante los últimos años, por lo que puede visitarse la
portería, la iglesia, el claustro, la sala capitular y el resto de dependencias. Los
domingos y festivos, y a diario, se encuentra allí un guardián que amablemente lo
enseña y da explicaciones muy certeras sobre su historia y arte. |