El libro que explica el viaje eterno de C.J. Cela por la Alcarria 

Manuel SANZ
Monje jerónimo (Sotodosos, 1887 - Madrid, 1936)

El padre Manuel Sanz, monje jerónimo

José Serrano Belinchón / Nueva Alcarria, 5 julio 2002

De la larga lista de guadalajareños ilustres, pero un poco perdido entre la neblina del anonimato, podemos encontrar a este hombre de bien que, según sus biógrafos, nació en el pueblecito de Sotodosos el último día del año 1887. Su primer nombre fue el de Silvestre, en honor al santo del día en que nació, nombre que sus padres cambiarían por el  de Manuel el día de su confirmación. Una vida inquieta la de este hombre, dinámica, imparable, una vida de servicio en ocupaciones tan dispares como la de ferroviario, empleado de banca, y monje de la Orden Jerónima, hoy en proceso de beatificación y canonización como santo de la Iglesia.

Una sencilla biografía impresa de este paisano ilustre, obsequio generoso de las religiosas de clausura del monasterio de Yunquera, me obliga en justicia a hablar de él a las gentes de su tierra como personaje nada común, producto humano de esa Guadalajara de siempre a la que antes nos referimos.

Se educó siendo niño con un tío suyo, hermano de su madre y párroco de Coscurita en la provincia de Soria, quien pensó llevar a Manuel por los caminos del sacerdocio, pero los trenes que pasaban a diario por el pueblo y el ambiente del ferrocarril, parece ser que le torcieron su primera vocación, a lo que su tío, respetuoso con la libertad del chiquillo, accedió gustoso. Allí en Coscurita hizo sus primeras prácticas ferroviarias, y allí recibió la Confir­mación de manos del obispo de Sigüenza fray Toribio Minguella, momento que el niño y su familia aprovecharon para cambiarle de nombre, como ya se ha dicho.

En 1903 ingresó previo examen en la Com­pañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante, llegando a alcanzar por su aprovechamiento e ilusión en el oficio, el puesto de factor en la estación de La Roda (Albacete), para pasar poco después a las oficinas centrales de Madrid en la calle Pacífico, donde prestaría sus servicios hasta 1918, año aquel en el que presentó su dimisión en la Compañía para ingresar en el Banco London Cuntis Lda., donde pensó tendría mejor porvenir pensando en el futuro, como así fue; pues no tardaría mucho en ocupar el cargo de director del Banco Rural en la madrileña calle de Alcalá. Allí estuvo varios años, compartiendo su quehacer como hombre de banca con el apostolado en aquel Madrid de los años veinte, hasta que aquella primera vocación de niño que había brotado en él en Sotodosos, volvió a aparecer con mayor fuerza e ímpetu en plena madurez y de forma irresistible. Con mil vicisitudes que pasaremos por alto, ingresaría en el monasterio segoviano de la Orden Jerónima de El Parral en el año 1925.

Antes había servido, empujado por las in­quietudes a las que le llevaba su fe, en la Adoración Nocturna, se había planteado su vocación seriamente con repetidas visitas a altos representantes de la Jerarquía, incluso teniendo contactos con alguna otra orden religiosa más, como la de los Jesuitas, por ejemplo. Pasó por el seminario, donde recibió las debidas órdenes y haciendo profesión de vo­tos solemnes en 1920. Años de gozo en el monasterio de El Parral, del que los monjes jerónimos tomarían el gobierno poco des­pués, y luego... la República, la persecución religiosa, la quema de conventos, una grave enfermedad que le retiene en Madrid para recuperarse, un intento inútil para consolidar la restauración de la Orden dado el momento y la situación, y después la muerte.

La muerte del Padre Manuel Sanz, como es fácil suponer, fue precedida de una persecución previa, de varios traslados de un sitio a otro escondiéndose de quienes pensaban que asesinando a sacerdotes y religiosos se arreglarían los graves problemas del país, de un ingreso en la Cárcel Modelo, para ser fusilado una madrugada del mes de noviembre de 1936, y enterrado con otros muchos compañeros de martirio dentro de un foso común en aquellas masacres colectivas que tuvieron lugar en Paracuellos del Jarama, de tan nefasto recuerdo y de los que, unos por una razón y otros por otra, todos nos tenemos que arrepentir.

Las guerras siempre traen cosas como éstas. Son las verdaderas manchas negras en la historia de los pueblos, y el nuestro a través de los siglos es de los que más saben de guerras, ha sufrido con demasiada frecuencia los resultados crueles de la sinrazón, del odio desmedido entre los hombres, más duro y sanguinario cuanto más próximo.

En fin, ahí queda la lección tantas veces explicada, ahora con la vida de un inocente.

[Panel de Alcarreños Distinguidos - Página Principal]

© Panel mantenido por A. Herrera Casado - Guadalajara
aache@eresmas.net - agosto 05, 2003